Mis falsos
versos
de niño
suburbial,
de quiero y no
puedo,
se quedan presos
del extrarradio
de ideas
refritas en
aceites tóxicos
y algo amargos.
Mi infancia son
recuerdos
de un patio de
Cádiz
donde un
vendedor sin misericordia
vocea, a las
ocho de la madrugada:
“El diarioooo”…
Mi niñez vive en
barrios obreros
que ya nacieron
desconchados
y con charcos
navegables,
entre la
autopista
y el tren más
vetusto del país.
Mi adolescencia,
lírica, precoz y
oculta
deambula entre
huertos
de un azahar que
tenía
densidad
transuránica,
en primaveras
blancas y verdes,
tibieza de
naranja robada y culpable,
en tibios otoños
de amistad
y liturgias
sonoras,
músicas que hoy
llaman “Indies”
y que, para
nosotros, era solo Música,
solo sangre, solo
latidos.
Mi juventud tuvo
lo que todas,
o eso me gusta
creer.
Amores
titánicos, de dolorosa intensidad,
dos amistades
duraderas,
como hechas de
pana gruesa.
Libros, miles de
ellos,
cómics a cientos
(que, aún hoy,
siguen siendo “Tebeos”).
Trabajos con
aire de posguerra
compaginado con
estudio
absurdo y
redundante.
Y allí estaba
ella.
Y yo no lo
sabía.
Y tuve que irme
lejos,
a un mar de
distancia líquida
y volver como
Danaerys,
a través de las
llamas interiores
igual pero
cambiado,
con cicatrices
más visibles.
Y llegar al
puerto que ella me ofrecía,
la Cloto de mi
juventud tardanera.