Cuando yo tenía
siete años
la enfermedad
era un engorro,
un paréntesis
febril
que interrumpía
mis juegos.
Algo dramático
pero difuso
que no me acercó
jamás
a una idea de
finitud.
Ahora, teniendo
más sosiego y perspectiva,
más experiencia
y peor salud
y un reloj que
va marcha atrás
me sorprende la
ausencia
de ciertas
angustias existenciales
y la presencia
confortable
de un abandono
sin culpa
que me alivia de
miedos
y temores
morbosos.