Con frecuencia me siento
como un actor de telecomedia
preso de un personaje
que actúa constante
ante un público displicente
y, a menudo, banal,
que no desea de mí
otra cosa que repetición
ad infinitum de muletillas,
conocidas y tranquilizadoras.
Mientras, la representación que me importa
es de ojos para adentro,
diciendo ante mi público
cercano o interior,
frases sin guión conocido
y desnudándome con poco pudor
para los cuatro locos
que, en algún momento,
me amaron.