Cuando en mi boca pesan más
las palabras no dichas
y su levedad se posa en tu vientre
con el peso infinito
de un adiós.
Cuando el equilibrio
entre “haber” y “debe”
depende del susurro
lánguido de la seda
de un recuerdo.
Cuando me pregunto cada día:
“¿Qué fue lo que hice mal?”
y me doy cuenta de que no erré
más que cualquier otro.
Descanso entre aliviado y triste,
entre angustiado y redimido.
Harto de buscar mesías y excusas.
De buscar a quién dar la razón
y a quién negársela.
Siento la tierra
esfumarse bajo mis pies
y la necesidad de volar,
de aguantar,
de dejar atrás
llantos de plañidera.
De darle forma al aire
donde no hay caminos,
donde rueda el gris de los truenos
y la gloria de la aurora.
Donde nada es duradero
y todo es memorable.
Donde mi vida vale
lo que vale mi esfuerzo,
no mi fuerza.
Donde dejaré, al fin,
huellas efímera o eternas.
Y no me importará
quién me juzgue, porque
ya me habré juzgado yó.